jueves, 26 de julio de 2012

Un día que no esperas

Un día que no esperas,
sorprendido,
te despiertas soñando y te imaginas
alborada de abril hasta llenar
de trinos la mañana,
te levantas soñando y te conviertes
en pájaro,
o en nube, o en montaña,
o en velero que surca los océanos.
El caso es que amanece y amaneces
hablando en el idioma de las cosas,
ungido en la memoria de las cosas,
cantando y recitando
la pequeñez inmensa de las cosas.
Caminas por las calles y les hablas
a las gentes anónimas, les saludas
al semáforo,
al árbol,
o a esa estatua de mármol que no sabes
de qué guerra es noticia, o de qué olimpo
perdido se escapó.
Y le dejas propina al camarero
que te puso el café, cedes tu asiento
en el vagón del metro a una señora
y te ríes,
te ríes…
como nunca reíste desde el tiempo
en que el llanto y la risa eras las caras
de una misma moneda y salpicaba
carcajadas la lluvia por los charcos
y le sonríes
al taxista que a poco te atropella
y al muchacho que te hace un gesto obsceno,
a esa chica estupenda que se cruza
cada día contigo y no te mira,
y a esa otra que mira a ver si hay alguien
-ésta sí que te mira y lleva el nombre
lapidado en la frente-
que le pague a diez euros sus favores.

Sí,
un día
te despiertas soñando que la vida
está a punto de ser, que aún no ha sido,
y te la inventas tú, color de abril,
como Dios inventó el mar y el aire,
como Dios,
otro día,
te hizo a ti.

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