Yo soy el aguador que dulcifica la sed de los eclipses
y os recuerda
cuánto engorda una lágrima, yo soy
el eunuco apostado a la puerta del burdel donde redimen
horas de caridad los policías inválidos,
la mano de acero que golpea los puentes,
soy el ocio mordaz de los canónigos,
la siesta de los jueces,
el iceberg nocturno,
el parásito incómodo.
Y habrá un día en que todas las mujeres que me amaron
serán como columnas de Bramante,
y todas,
completamente todas, menos una,
preguntarán por mí
señalarán los restos de mi casa
y dirán éstas fueron las habitaciones del juego,
aquí estaban los grifos de la adulación;
un día en el que todas las muchachas que habitaban un cielo
de calcetines blancos
se peinarán los pechos con sal gorda
y no dirán mi nombre,
no,
ni tenderán sus blusas en las ventanas verdes
ni sabrán en qué lagos se afeitan los cristianos
sus peludas conciencias.
Y ese día
posiblemente yo estaré muerto
o me veréis
reinventando París, de vacaciones, tomándome un vermú
al lado de la única mujer que aún conserve,
blancos,
los calcetines.
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