Ni las horas que llegan en sus abrigos negros
ni el amor que se acaba
ni el final de un verano con los pájaros ámbar
ni los largos discursos que se asientan en palabras de luto
acabarán con nadie
porque morir del todo es imposible
y la luz siempre duerme en estancias verticales.
Nada vuelve a la nada y ni la muerte
se destruye a sí misma,
habrá playas sin niños y habrá niños sin playas,
nadie enciende el gramófono y se acuesta en un montón de linternas
sin haberse colgado un epitafio en los labios,
nadie dice un océano que no exista y al decirlo
es mar eternamente.
Cada día la radio inventa el nombre
de un país inundado,
cada muerto que ocurre se vuelven más espesos los lodos de los cráteres
y el dolor se amontona en decibelios de iguanas que no pesan.
La noche es la morada más grande y sobre ella
todo cabe, la sed, las etiquetas azules de los gatos,
las frutas escarchadas,
los encefalogramas obtusos en que habitan los ángeles
y tú,
y tus miserias vestidas de abedules
y cuanto hiciste el amor a las afueras del cielo
y cuanto odiaste en silencio
y cuanto fuiste mastín o roedor o te apartabas
ferozmente las moscas de la infancia.
Nadie muere del todo aunque se fundan
un día
los glaciares.
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