Para mirar al cielo hay que nombrarlo
y aquí la luz es cauta, y el paisaje
lleva siempre el aroma del último cuerpo en que has vivido,
es por eso
que este cielo de enero al que hoy escribo es casi labio,
casi tacto invisible, casi idioma
de corzas indecisas y bocas no besadas.
Con unas cuantas sílabas se gobierna a las águilas,
con sólo un gesto tuyo eres capaz de convocar al fuego,
de crear la textura de una nube o reinventar
la sencillez de un pájaro,
tú lo sabes muy bien,
como sabes también que las ciudades extrañas
crecen en cualquier sitio y aún no has visto
ni los cielos más altos
ni los montes
donde esconden los viejos gladiadores las estrellas fugaces.
Y alguna vez ocurre que las noches se hacen navegables,
ponen cara de anís y te regalan
los besos más piadosos, los placeres más jóvenes,
te navegan,
te exprimen y de pronto
te encuentras en el centro de un mundo en que no aciertas
a nombrar una flor, en que tus dedos
no atinan a escribir claridad, azul, espliego
y sólo eres
la pubertad obscena que cultivó tu cuerpo.
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