Si mi muerte sirviera para ahorrarles el llanto a tanta gente
como muere de pena, si pudiera
llevarme hasta la tumba el marcapasos de todos los burócratas
y escucharles hablar con voz de plomo,
de la bondad de Dios y beatifican
al jardinero inglés que se acuesta con sus cónyuges,
si mi muerte sirviera para evitar la muerte
del yonqui que solloza indefenso en los desvanes
y de paso
aprender torpemente algunas cosas tan simples
como a cuánta humedad arde el carbón
o el peso de una lágrima.
Os puedo asegurar que no me queda ya hielo en la nevera
para alargar la vida a tanto muerto,
sólo temo el tamaño de la luz, la impunidad
con que ladran los perros veinticuatro vigilias cada día,
temo la perfección fatal de los otoños,
los segundos eternos
y el vacío que queda en los armarios cuando a alguien
se le ocurre decir que está lloviendo.
Si mi muerte sirviera para indultar únicamente a un árbol
no sé qué pinto aquí,
hace tiempo
que es un lujo superfluo seguir vivo.
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