No sabría deciros cuántas cosas amé
mientras eran los ojos un lenguaje
de grifos y cisternas,
ni sabría en qué antiguos países fui dejando
familiares a oscuras y camisas
de botones naranja.
Yo recuerdo que apenas era un niño
y ya estaban los cielos saturados
de almacenes daneses y de muslos de barro,
apenas era un niño y aprendía
que el destino final de un trasatlántico
es hundirse en el aire,
que las casas
crecen como los muertos y hacia el sur de la tarde
ya no están los abuelos.
Casi siempre envidiaba la ropa
de las tallas desnudas,
los escotes de meses extranjeros
y las blusas gastadas de los bares
donde sirven corbatas y microbios,
casi siempre
me encontraba a la misma chiquilla de caderas
magnéticas chupando paloduz,
el mismo amanecer que me obsequiaba
margaritas de sol para los pájaros.
Y a escondidas amábamos, amaba,
los pechos de Sofía,
la cintura de Gina
y los labios porosos de la Kristell.
Pero aquello ocurría mientras era
la luz un tobogán y las estrellas
colgaban como avispas
de los pechos en cruz de las muchachas.
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