Hay veces que de pronto queda el alma en penumbra
y está callado el mar, están las calles
tiritando silencios colectivos, y es la noche
de ese extraño color con que se visten un cadáver cuando llueve.
Llega entonces la hora en que cien pájaros sin alas nos golpean el rostro
y sentirnos mirados es más que una palabra
y va creciendo el espacio entre nosotros
de los paraguas verdes,
las mañanas de hojaldre,
la hora en que los brazos se apretujan alrededor del cuerpo
para evitar el luto,
para cerrar las puertas a toda deserción.
Pero cuesta dolor acostumbrarse a vivir en un hogar sin paredes
cuando está la ciudad abarrotada de tratantes fenicios
que te ofrecen , a cambio de una gema,
la saliva de un dios con las mejillas oliendo a albaricoques,
cuesta hacerse a la idea de que somos fiordos que caminan
con un suicidio a cuestas,
talibanes de cera, arcoiris efímeros que firman
la paz con algún muerto.
Y es que hay veces también en que se apagan de pronto
los peces fluorescentes y no sabes
a qué orilla del cuerpo se le imputa
un delito de incendio forestal que tú no has cometido ni sospechas
de qué resignación te están hablando.
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