jueves, 15 de marzo de 2012

Cuántas veces tuviste que admitir que estabas harto


Cuántas veces tuviste que admitir que estabas harto
de soñar cada noche el mismo sueño
y sin embargo
soportas el fastidio de salir a la calle y repetir,
como exige el guión, los mismos gestos,
de enfatizar las mismas estulticias
y asomarte al mismísimo balcón que se asomaban hace cientos de abismos
aquellos que inventaron el lenguaje del vértigo.
Y llega ese momento en el que ignoras
hasta dónde eres tú
y en qué instante tus brazos, tus labios y tus manos se convierten
en mecánica a plazos de un suceso automático.
Hubo un tiempo, te dices,
en que un niño era un niño y se vestían
de infancia los veranos,
nombrabas a la lluvia, pronunciabas
la palabra tristeza y se llenaban de burbujas los árboles.
Hoy en cambio,
te has dejado vencer por la legislación de los burócratas,
has prestado tu voz a los mercados donde danzan los lacedemonios
y a los altos tapiales donde orinan propiedad de la tierra los hebreos,
tú lo sabes muy bien, y ni siquiera
te acuerdas de que entonces,
cuando el día era el llanto de una fruta madura,
jugabas con el hijo del santero
y el hambre retozaba como un perro caniche entre las estalactitas
que colgaban del techo en las alcobas menguantes de las viudas.

Estás harto de ti,
de ser el que aborrece la perpetua ebriedad de los espejos
y ser tu propia sombra,
pero, mira, hace siglos
que cerraron las tiendas donde venden actas de nacimiento.

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