miércoles, 20 de enero de 2010

No tenía otra cosa que hacer el día de tu muerte

No tenía otra cosa que hacer el día de tu muerte
y por eso llegué cuando los cirios
ardían en tus ojos.
Lo habías anunciado:
cualquier día
haré una estupidez, y te reías.
Te reías porque una estupidez era precisamente
algo que nunca harías y pensabas
que no habría de entender que tú te referías
exactamente a esto. Pues, mira,
resulta que yo sé que te aguantabas
unas ganas enormes de morir y sin embargo
amabas los domingos más que nadie,
los amabas
porque era un mandamiento y tu querías
morir un día de fiesta, morir cuando los músicos
pasaran justamente delante de tu casa
y hubiera en los tejados una lluvia amarilla.
Me preocupa, por tanto, pensar por qué motivo
te callaste la fecha y no quisiste
que nadie se apagara levemente contigo,
que nadie te encontrara en la penumbra
naranja de los muebles
y por qué
no quisiste mis manos recordándote,
advirtiéndote
que vivir mucho tiempo es un pecado
de escasa intensidad.
Y ahora dime, ¿encontraste
por fin aquellos trenes que habían de pasar
y nada más se supo?,
¿ya te han dicho
si el tiempo de la luz se cuenta en deserciones
o en relojes de junco?,
¿te contaron también que las palabras dan frío,
que los náufragos duermen en las panaderías
y los niños
no esconden su inocencia en las vidrieras?
Quién sabe
si detrás de esta luz tendremos una casa
donde habitar de nuevo,
si pasado el invierno te vestirás de fresa
y te hallaré otra vez bajo la pérgola
de las terrazas rojas.

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