Mira, amigo, tú sabes
que no sirve llorar cuando has comprado el llanto
y estás realmente enfermo,
tú sabes
que es inútil tratar de recoger
tu sombra de la calle después de que has pasado
porque a las ocho cierran, tú lo sabes,
todas las oficinas.
A veces intentaste respirar con el vientre,
comerte las ideas
y huir de esa ciudad donde habitaba
un Dios desmemoriado, pero el tiempo
nada deja al azar y te encontraste
con esa intolerancia con que crecen las cosas
y un metro más allá ya no es septiembre.
En un momento así, cuando el cielo no escucha,
cuando miras
a través de la noche
y no hay nadie en el cuarto de los niños
porque el aire es un muslo subterráneo
lo mejor es morirse, dejar que te asesinen de un balazo,
aunque sólo sea un poco, o de mentira,
y que te entierren
bien muerto unos minutos,
el tiempo suficiente
para aprender de nuevo a llorar ante un cadáver
y aterirte de lástima y de miedo
lo mismo
que un ciego que ha dejado anidar entre sus párpados
a un enjambre de avispas.
Después, ya tendrás tiempo,
ya verás,
de sentirte mejor, mucho mejor
hablando, por ejemplo, del gobierno
o culpando a los yanquis de la nueva subida del petróleo.
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