Sucede alguna vez que llega a puerto
el barco que no debe,
ese barco
cuya hoja de ruta no era otra
que hundirse bajo en el aire de marzo y ni los gatos
que vigilan la noche se dan cuenta
de qué va disfrazado el irlandés
que mira desde el puente.
Y sucede que en más de una ocasión hemos tomado
ese barco indebido y en un puerto indebido
y a la hora del mundo en que los muertos
se incendian al caer,
sin preguntar su rumbo
ni a qué dioses anónimos tendríamos que adorar.
Y ya no es solamente que tengamos
que averiguar a oscuras nuestra infancia,
ya no es que las mañanas
naveguen hacia el sol con la evidencia
fuera del diccionario:
ni siquiera sabemos de qué cielo venimos
ni en qué zona del cuerpo se halla el pubis
o qué verdad se oculta en el osario,
ignoramos, incluso,
si en este mismo instante
las bandadas de pájaros que vemos es que vienen
a sentarse a la mesa con nosotros
y celebrar un tiempo que no es nuestro
o es que quieren
sonsacarnos qué somos,
quiénes somos
y por qué no tenemos
unos padres iguales a otros padres,
un hermano menor y un nombre verdadero.
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