No supimos muy bien si era domingo porque no había colegio
o que no había colegio porque era domingo,
nunca nos importó,
en realidad
lo que estaba prohibido era morirse la tarde de los sábados,
alojarse en la casa de un hereje
y cruzar a caballo los campos de amapolas.
Hubo un tiempo, recuerdo, en que vivíamos
como hijos bastardos de un anticuario gótico y teníamos
reservada la tarde a la clemencia,
éramos como mimbres debajo de los puentes, como bosques
adentro de otros bosques masticando
chicles de oscuridad mientras los príncipes
lanzaban las medallas romanas al fondo de los charcos,
pero fueron viniendo
poco a poco
emigrantes del este y del oeste,
apátridas que huían con la sangre en los dedos
de las rosas que cuidan la tumba de John Keats
y cometimos
el pecado de andar con la voz hacia adentro,
el inmenso pecado de volar todos los puentes
que unieron en su día a Roma con Cartago.
Nadie pudo evitar que los vikingos
hablaran el lenguaje de sus dioses,
degollaran carneros y sirvieran
su sangre por los bares del norte,
un pájaro de fuego nos contaba de muchachas efímeras
con los pechos de fruta y en su ausencia
fundíamos el sol en los glaciares.
Éramos como mimbres debajo de los puentes,
como bosques adentro de otros bosques
que el tiempo iba talando.
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