domingo, 27 de diciembre de 2015

Digo alberos, infancia,




Digo alberos, infancia,
digo vértigo, alondra
pero es el cielo núbil de los atardeceres quien los llama,
es el barro amarillo de los puertos
y abril en los espejos quien los nombra.
Digo alberca
y un ejército armado hasta los dientes se retira
de una aldea de pájaros,
se desfloran
las nodrizas del himno y los infieles que alquilan
los albergues impuros
se apuntan al pudor bautismal de los arcabuces.
Y al pronunciar sus nombres he vuelto, sin quererlo,
aquí, donde comienzan las provincias del frío,
donde hablar del verano es dibujar la supervivencia,
y cortarse las barbas, una claudicación,
aquí, donde los hombres
se mueren con la misma estatura que yo tengo me he encontrado
mi infancia en sus hogueras más blancas,
he encontrado las rutas y el amanecer de otras edades,
he bajado a los pozos
y he pisado
la nieve atemporal que ahora protege las tumbas de mis antepasados,
porque todo está igual,
las argollas ilícitas, los mastines mordiendo manuscritos,
el profesor que explica la teoría de los aeroplanos,
la tos del organista,
las doncellas gentiles, las esposas infieles, la heredad de las viudas,
los avaros,
los imberbes misántropos y el sol,
el sol sobre las nubes más altas de los acantilados.

Definitivamente,
me niego a subsistir bajo el auspicio de una inmensa república
donde sólo a los muertos se les deja
vivir a veinte grados bajo cero.

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