No es cuestión de estrategia acostumbrarse, por ejemplo,
al ruido inalámbrico de un viernes por la noche
o al humo de los barcos,
resulta que no es bueno habituarse
al olor a derrota que nos mira de espaldas en los pasillos de los hospitales
o al silbido del viento en las aristas de los desfiladeros,
nada tiene que ver una jornada de autopistas atlánticas
con un palco en la ópera, cada santo
requiere su hornacina y cada muerto
sus flores,
el grosor de las sábanas no sacia
la hambruna de las noches en que ladran los perros.
Para ti
que eres manco de un ojo y sordomudo del otro
qué más da que las líneas de los televisores se concentren
en el gozo del frío o en el murmullo
de un tenor enfermizo,
al final, cada quien nos regimos por el grito peculiar de la especie,
cada uno regamos nuestras plantas con el agua
de una nube distinta y acudimos
a distintos neurólogos si nos duele el aliento.
Lo que es una pena es que de tanto aclimatarnos al sabor de la carcoma
y de tanto adherirnos a los miles de cuerpos que han llevado
nuestro grupo sanguíneo
a estas horas siquiera consigamos saber
de qué color
o en qué piel
nos hallará la muerte cuando llegue.
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