Deberías decirme en qué nevada del mundo o al amparo
de qué ámbar marino te han crecido los ojos
y aún así
yo diría que he visto esa mirada mucho antes de ayer,
mucho antes incluso de que fueran los gestos,
las ciudades,
los silencios clavados a la espalda y los idilios
de los paraguas rojos.
¿Habrá sido tal vez en un incendio de cristales domésticos,
en una convención de mariposas, amantes orientales y biólogos,
o quizás me equivoque y no me acuerde
de cuando era un chaval que pregonaba periódicos en los puentes del Sena
y guardaba los labios de B. B. bajo la almohada,
de cuando era un mocoso que corría descalzo alrededor de los pájaros
y a escondidas amaba el corazón de una mujer judía?
Acaso fueras tú la pitonisa que amaba a los chamanes del fuego
y lamía la sangre a los hijos de Odín en la batalla,
la primera valquiria,
la Brünnhilde de Wagner.
De lo que estoy seguro es de que un ángel
no se inflama a sí mismo
y las iguanas
suben siempre a morir en la cubierta del barco.
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