Cuando acabe el verano no seremos más viejos ni más altos
-sólo un poco más huérfanos-,
esto es así,
ya ves,
y sin embargo
por el hecho de amarnos sí seremos
un poco más legítimos, menos provisionales
y mucho más adentro hacia la luz
porque el amor
no se puede medir sino acabándose.
Cuando acabe el verano
los empastes de muelas, los hijos periféricos, los domingos colgados de la radio
serán sólo noticia, acidez en el vientre
y nada habrá en la vida que nos pueda doler por separado
ni las manos del ciego serán imprescindibles,
ni el temblor de los pechos,
ni el hablarte queriéndote a los ojos,
por el hecho de amarnos
nos hemos convertido en preguntas transparentes,
en semblantes contiguos,
en ángeles inquietos que disfrutan del sexo necrosándose.
Alguien nos ha enseñado
que abrocharse los ojos y acostarse
del revés sobre el mundo es la manera más fácil de encontrarle
utilidad a todo,
la forma más sencilla de saber para qué sirve un andamio,
un señor muy rechoncho
o un ministro
(y mira que nos cuesta creer que haya un ministro que sirva para algo),
la manera más cómoda de anunciar un suicidio
o el tiempo de una prórroga.
Septiembre también tiene estas cosas y presume
de un amor tartamudo,
se desvive a distancia,
se amanceba,
se irrita,
le molesta que pasen por su puerta los chiquillos imitando a Pilatos
o que los guardaespaldas de un político albino se rasuren la barba
con navajas de mar
y que se besen
a ciegas las mujeres burbujas de las casas colgantes
y únicamente el aire, y por las noches, se queja
de que están construyéndose cada día más muros,
cada día unas tapias más enormes, más altas
y más impeditivas.
E irás cumpliendo años, así, como hacia adentro,
como un dolor innato que a medida que se hace más frecuente
duele menos y acabas ignorándolo,
te llegará septiembre y cada vez más despacio
o más deprisa
dependiendo de cuántas adherencias hayas sido
capaz de liberarte.
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