jueves, 14 de abril de 2011

No voy a darles nombre a los muertos de esta calle


No voy a darles nombre a los muertos de esta calle,
porque en todos los nombres arde la misma muerte,
reconozco su sangre, su carne tumefacta, pero a nadie
le importa sus palabras,
la vida es inventarnos y he venido hasta aquí desde los barrios
de grandes rascacielos,
de allí donde la gente mastica residuos nucleares,
con la absurda esperanza de que un fósil
o un gen petrificado
me lleve a la guarida de un arcángel anónimo.
Ya sé que nadie queda pero entonces
eran miles los niños subidos en los árboles,
niños muertos de risa, brazos provisionales
a la espera
nadie supo de qué porque se hicieron
muchachos en suspenso, con la manos
apretadas de espigas, con los ojos
dibujando caballitos de mar en las esquinas,
muchachos que aún presiento apostados en los árboles
buscando entre las hojas las arterias
de un incierto rocío.
Alguien debe decirme si aún subsisten los cuerpos que regaron
los campos de batalla,
si es posible vivir cuando se encienden las luces de reserva
y te abraza un sudor cardenalicio,
alguien debe explicar
si esa blancura a veces del aire en las almenas
no es el último afán,
la claridad penúltima que deja un corazón cuando viaja
más allá de los siglos de los siglos.


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