que a la hora en que salen los murciélagos se ponen a temblar
y mascan miedo,
miedo incluso a que a alguien se le ocurra
confundirles con gélidas estatuas que no escuchan la radio,
con ancianos que se orinan a oscuras, que no tienen
un corazón capaz de equivocarse.
En general,
nos cuesta acostumbrarnos a cadáveres
que nunca fueron nuestros,
cadáveres que llevan en sus ojos tejados a dos aguas
y cubren de edredones los nidos de los pájaros.
Comprendedme,
pero es que los difuntos subterráneos,
los muertos que no están en la lista son los mismos
que regentan los coros parroquiales,
los mismos que se visten de gringo estrafalario
los días de las ánimas,
los que venden un metro de sol en las terrazas del cielo,
los que beben cerveza bendecida y se solazan
contemplando los peces que pasan bajo el puente.
Es difícil velar a tantos muertos
cuando sabes de sobra que podrías estar
velándote a ti mismo.
Poesía Pura
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