Si yo hubiera sabido que esa gente
que me encuentro a diario
en la misma parada de autobús,
que esa gente que lleva en las espaldas la pantalla
de un cinema de barrio
y ríe igual que yo
y se suda una gripe igual que yo
y bosteza
y tirita
y se mira al espejo sin mirarse como yo,
si yo hubiera sabido que esa gente
acostumbra, las tardes del domingo,
a cortarse las venas acaso no mirase
el cielo que ellos miran
y tal vez no dejase escapar mi soledad por los desagües.
No sé con cuántos miles de extranjeros
voy fingiendo distancias por las calles,
andar es tan sencillo
y es tan fácil llegar a ningún lado
que a veces lo que ocurre es que no existen
planos de la ciudad y cada uno
traza su propia calle.
Hoy venía a mi lado un anciano que llevaba
un dolor muy antiguo, algo así
como una grieta lenta, como el gesto
de un susurro inconcluso.
Llevaba un impermeable colgado de la niebla
de una infancia imposible
y un abrigo muy largo del color
azul de un telegrama
y los zapatos
con el brillo preciso de quien tiene un asiento numerado
para el juicio final.
Al llegar a mi casa he recordado
que hace sólo unos meses me compré
un abrigo muy largo,
un impermeable
y que tengo betún para que brillen
de nuevo los zapatos.
159.
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