No se puede decir que una derrota
sea una excusa larga,
pero sí que los hombres solemos escudarnos
en los lodos que dejan las batallas
para mirar de frente,
para azuzar al otro o inventarnos
una infancia,
palacios medievales y gorriones
que nunca fueron nuestros.
La ciudad que no existe es la ciudad
donde nunca hubo un crimen,
donde nadie
se encuentra en las ventanas
concubinas ajenas
o amantes de cristal grecorromanas
con la edad en los labios afeitándose
los inviernos de alma.
Hemos sido habitantes
de hoteles y de puertos clandestinos,
pero siempre
nos cuidamos muy bien de destruir
la más mínima prueba
y ocultar
esa voz que llevamos de hombres fúnebres.
Pero el aire, por suerte,
está lleno de huellas dactilares
y no existen armarios, ni sótanos, ni futuro hospital
donde una sombra
se permita decir que sólo es sombra.
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