miércoles, 20 de enero de 2010

No me pidas que cante cuando vengas...

No me pidas que cante cuando vengas.
Cansado estoy del canto. Tú has de ser la paz última,
el blanco umbral de Dios...
(José Mª Valverde)

Yo también he cambiado,
morfológicamente tengo trazas
de barco a la deriva o de puente colgante
y aunque aquí
las cosas se suceden lentamente
y un invierno es lo mismo que otro invierno
ya no tengo los ojos, como entonces,
a punto de llorar ni voy cumpliendo edad como cumplía
anticipadamente.
A veces miro arriba y me pregunto
por ti, quiero saber
a quién has conocido,
si estás cerca del mar, si tienes frío,
si hay hoteles muy altos donde suena una música extranjera,
quiero, además, decirte que la casa
apenas se sostiene,
que se ha cegado el pozo, que no llega
mayo con un misal de golondrinas.
Y contarte, además, que aquel muchacho
que dejaste aprendiendo a descender por el llanto del mundo,
aquel niño que hoy tiene cinco veces
los mismos doce años
se ha encontrado en las manos de repente
muchos pájaros nuevos y eran pájaros
con las alas nocturnas,
búhos anacoretas, muchos días
de vientos subterráneos,
que ahora sabe que crecen los helechos
y que afloran las fuentes,
mira tú,
también en el asfalto.
Aquel niño ya sabe de mezquitas azules
y tranvías que van a cualquier parte,
ya sabe donde acaban las calles de vainilla
y por donde discurren los arroyos gandules.
Todo fue como un sueño: como nadie
vigilaba los parques, un arcángel
se llevó a mediodía el fulgor de las libélulas.

Con el tiempo
he podido entender por qué razones
uno llega envidiar el reposo de los muertos
y por qué tener ganas de morir
es la mejor señal de estar muy vivo.
Claro que sí,
después de imaginarme cada día
la hora de mi muerte, después de
haber pisado la hierba de mi tumba y comprobar
el olor de los muertos prematuros,
cada traje que saco del armario,
cada gesto que aprendo
son desenterramientos,
juguetes ortopédicos que estaban
goteando del miedo
y ahora llevo
muchas leguas de barro entre las manos
y me cuesta creer que eran de piedra
los perros que ladraban
y vírgenes perpetuas las farolas
que aterían las calles.

Mira si habré cambiado que ahora duermo
de pie y con el reloj
parado en la mañana menos veinte.

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