Noche a noche,
los voy contando todos
y os puedo asegurar que no me salen las cuentas
y que cada vez me sobra el mismo muerto.
Y es que al final del día las derrotas estúpidas se vuelven
sospechosos cadáveres,
hermanos amarillos que algún día
gobernarán la tierra con soldados de nata
y uniformes zulúes.
Pero qué nos importa a los que vemos el mundo confinados
en las prietas estancias que nos prestan los hoteles del frío,
qué nos puede afectar que cuando escriba la lluvia,
si es que escribe,
eche largos borrones de charcos sin bombillas
y a lo largo de un verso deje inmensas
faltas de ortografía o que los patios
se nos llenen ahora de obreros bolcheviques que mastican a Lenin
si ahora sólo nos quedan los álbumes de fotos,
el olor a mañana de las panaderías
y, a veces, la silueta de unas cuantas muchachas
que nos vienen del norte con sus trenzas más rubias
y sus pechos más verdes,
muchachas que no saben qué pecado cometen
cuando toman el sol en las terrazas de un país extranjero.
Pero bueno,
lo que nunca os he dicho es que al contar los cadáveres
jamás
me he contado a mí mismo.
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