miércoles, 14 de marzo de 2012

Hubo un tiempo en que el tiempo no contaba,

Hubo un tiempo en que el tiempo no contaba,
un tiempo en que el cerezo florecía
en las ramas oblicuas del otoño.
Hubo un tiempo en que no se conocía
el verbo forastero,
un tiempo en el que aullaban
los lobos por la noche en la colina
y la nieve era azul, como tú mismo,
como el mar, como el único paisaje
posible entre los ríos de tus ojos.
Hubo un tiempo sin tiempo,
sin fronteras,
sin atrios deslucidos,
sin dioses entronados.
La llama del hogar iluminaba
verdades absolutas y los vientos
bramaban siempre afuera, hasta la lluvia
dejaba sinfonías en los charcos.
Hubo un tiempo sin tiempo en que el llanto era palabra,
un tiempo en que aprendiste a decir madre
y con ella aprendiste a decir Dios,
un tiempo sin ira en que las noches
bajaban de la torre a la hora exacta
y el aire en los relojes
se paraba.
Ni en el mar que me baña, ni en las nubes
que se dicen hoguera cada tarde,
ni en la ceniza azul de las palabras
que esconden los océanos, ni en el sueño
de una higuera sin pájaros,
ni en el rito de hacer cada mañana
enteramente mía con mis manos
hay constancia de mí,
de ti,
de nadie
sino es en un nosotros donde funda
su eternidad el hombre,
su levedad de clara luz el río.
No hay mirada de niño que no tenga
arboledas de viento, no hay silencios
tan largos que no acaben cuando grita
la memoria inocente de las piedras,
no hay ocaso que gane al horizonte
su apuesta de infinito.
Ni murallas,
ni cárceles,
ni el plomo de mil balas
acabará conmigo si he enterrado
mi yo de vanidad, como se entierran,
casi a ras de las cosas, las distancias
que no nos pertenecen. Y es entonces
cuando mirando juntos,
cuando muriendo juntos,
nos morirán enteramente eternos.

(Del poemario “De silencios fingidos”, Plaza y Janés)

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