Os podría contar aquella historia
en que un yegua blanca y un pequeño pez rojo se prendaron
de un caballo escocés y de una raya plebeya,
él,
trovador partisano,
ella,
profesora de baile para ahogados bilingües.
Pero todos sabéis cómo terminan
las historias de Yeti y los crepúsculos
condenados a muerte o los violines
que dejaron sus cuerdas en las lunas
de las nieves perpetuas…
Mi cordura no llega a desterrar los instantes de los nombre efímeros,
sólo soy un profeta que pernocta
en mitad de una frase,
mi cabeza
es un bosque de dudas, un lugar
donde bajan las nieblas en helados temblores
y a mi edad
sólo creo en las cosas que dejaron constancia de no haber existido.
Os podría decir en qué pasajes de Shakespeare se inmolaron
mi pez rojo y mi yegua,
pero ello
nada tiene que ver con que las damas azules se persignen
cada vez que aparece entre bandadas de grajos un cortejo
de ataúdes en llamas.
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