viernes, 13 de agosto de 2010

EL OLIVO: Regresas de la calle (4)



Regresas de la calle; todavía
reflejan tus pupilas los colores
del último semáforo y tu piel
llega oliendo a autobuses o a tranvías,
no se sabe muy bien, pero despide
impaciencias de andén y lleva impresa
un billete de urgencias.
Estás cansado, sí, y es que las calles,
de tanto transitarlas, se vuelven cuesta arriba
y después de un invierno y otro invierno
llega el día en que el suelo que uno pisa
se ha vuelto ya pared.
Has abierto la puerta de tu casa;
es tu casa, y por eso
tus pasos hace tiempo que ya estaban
sonando en los pasillos; es tu casa
y no sientes extraño que los cuadros,
los libros,
la mesa del salón
o las cortinas
no se pongan de pie y te los encuentres
donde estaban ayer y van a estar,
seguramente, dentro de diez años.
Pero tanta quietud también te duele,
te hace daño el silencio de los muebles
y el paisaje uniforme que se extiende
detrás de las ventanas:
casas de cartón piedra,
arboledas de plástico y estrellas de charol,
te hiere la penumbra de la alcoba,
la tibieza habitada de las sábanas
y el volumen anónimo del sueño.
Y preguntas por ti, quieres saber
por qué no te suicidas, aunque fuera
solamente un minuto,
sin violencia y sin sangre, que la sangre
lo va dejando todo que es un asco
y la gente se pone a decir estupideces;
te preguntas qué pintas ahí sentado
con ojos de oficina todavía,
con conciencia de bulto, sin saber
si en el bloque de al lado llora un niño,
si un anciano se muere
o si existe alguien más tan resignado
a ser sombra o volumen de otra sombra,
como tú
-como yo-,
cansados de vivir entre amapolas
que nunca fueron sangre de trigales,
pensando, igual que tú, en suicidarse,
quizá esta misma noche,
cuando se hayan dormido las palomas.
No es extraño que llegues de la calle
y llenes la bañera
con la sana intención de despojarte
de todo cuanto has sido
y te quedas pensando si no sería mejor
terminar de una vez
y tener el valor de suicidarte.

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