Entonces sugerí todos los peces.
Y una lluvia de letras caía sobre el mundo,
digo bien,
una lluvia de letras fratricidas,
caía sobre el mundo retrasando los trenes
y apagando las luces amarillas de los supermercados.
El caso es que he escrito tantas cosas que ahora encuentro
bibliotecas antiguas y taquígrafos
sentados en los patios de recreo, ahora tengo
relámpagos de ciegos que me llaman
a aquelarres siniestros.
Y es que entonces
-y entonces no es ayer sino la orilla
donde un sol más lujoso nos hacía
señas desde otros siglos-
siempre había escaleras transparentes
que llevaban directo hasta los pájaros,
había
margaritas eléctricas,
lagunas que intentaban dormir en los tejados,
un lápiz y un pupitre de fruta en las escuelas
y en el fondo del mar fosforecían,
azules, como ahora,
las luciérnagas.
Ahora sólo el reloj,
la eterna travesía de un desierto metálico.
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